domingo, 24 de febrero de 2013

Carta a mi madre


Hace ya trece años que te fuiste al Cielo. Fue como si hubieran 
desahuciado mi alma. Y todavía estoy donde me dejaste.

En aquella despedida. 

“Tranquilo, vete a trabajar, no pasa nada”
dijiste, mientras acariciabas mi rostro con aquellas manos confidentes. 

Yo miraba la conjetura de tus ojos, siempre niño a tu lado, escudriñando la luz 
de tu ternura. 

Notaba que la sonrisa te dolía, con un dolor casi clandestino. No querías 
preocupar a nadie. 




Y te dejé con Ana, que fue quien te convenció para ir al médico.



A las cuatro horas estabas ya muerta. Hacía frío y era marzo.

Llegué al hospital sin saberlo, buscándote con premura.

Un largo pasillo que no terminaba nunca. Ana. Carreras. 

Y un abrazo fulminante.




Más allá, al fondo, estaba papá, apoyado en una pared desolada. 

No se me puede olvidar jamás aquella imagen. Recuerdo que le hablé del amor de 
Dios, de que tú nos ayudarías con más eficacia desde ese momento. 



Pero era muy duro pensar que tu muerte era algo bueno. Las palabras parecían 
desvanecerse en la duda, en una congoja insuperable, en un verdadero motín del 
alma.



Caí de rodillas ante tu cuerpo.

¿Lo recuerdas? Lloré mucho. De amor. Porque el amor encuentra su más 
plena identidad en el dolor, en el misterio de la cruz. 

Besé tu frente como quien explora la eternidad.



Para mí no estabas difunta. Y sigues sin estarlo. 

Hablo contigo diariamente, siento tu presencia… No, no eres una fantasía. 

¡Qué madre lo es! Sigues ayudándome.

Formas parte de la providencia amorosa de Dios en mi vida.

Y lo noto. 

Y quiero dar fe de ello, y escribirlo, y proclamarlo a los cuatro vientos.

¡Cuánto debemos querer a nuestras madres! 




“Tener fe es lo más importante”, decías. 

Y esa fe me dice que el amor no puede morir nunca. 

No eres un simple y escurridizo recuerdo, un vago sentimiento donde se cobija mi 
añoranza. Eres mi madre, mi más inquieta quietud, la precisión de una voz que 
habita desde mi pasado el milagro de mi futuro. 

Y la verdad es que tengo ganas de volver a verte. Bien lo sabes.

Sin ti la vida es menos vida, y cuando llamo a tu teléfono ya no estás ahí para 
decirme: “¡Hijo mío!”. 

Y eso es algo que pesa. Un pesar que a veces sobrellevo mal. Y tu nieta Cristina 
-a quien no conociste-, que es lista y comprende, lo siente así y de cuando en 
cuando me pregunta si no echo de menos a mi madre.

¿Te das cuenta?



Y es que el hombre necesita de una madre. Incluso Dios quiso tener una, para 
escándalo de muchos y consuelo de todos. 

María virgen, Madre de Dios y Madre nuestra. 

¡Qué grandeza! La divinidad se sujeta a la humanidad.

En un gesto de amor tan elocuente como inagotable. En un gesto de humildad que 
nos salva.



Y Humildad era -y es- tu nombre madre mía, mamá. Nunca podré agradecer bastante 
el cariño que me diste, el que educó mi corazón en la felicidad de Cristo.

Dicho queda.

Bendita seas.



Fin.

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