miércoles, 27 de febrero de 2013

Un hombre rico

Cuando era chico, la sandía en Casma era una exquisitez. 

Un compañero de mi padre, Gustavo, era un próspero mayorista de fruta y verduras 
que tenía un depósito en Casma - Peru



Todos los veranos, cuando llegaban las primeras sandías, Gustavo nos llamaba. 
Papá y yo íbamos al depósito de Gustavo y tomábamos posiciones. 

Nos sentábamos en el borde del muelle, con los pies colgando, y nos 
inclinábamos, minimizando el volumen del jugo que estábamos a punto de 
derramarnos encima. Gustavo traía su machete, abría nuestra primera sandía, nos 
alcanzaba a ambos un gran pedazo y se sentaba junto a nosotros.

 Entonces enterrábamos la cara en la sandía, comíamos sólo el corazón -la 
parte más roja, jugosa, firme, libre de semillas y perfecta- y tirábamos el 
resto.



Gustavo era lo que mi padre consideraba un hombre rico. Siempre pensé que se 
debía a que era un hombre de negocios de mucho éxito. Años después, me dí cuenta 
de que aquello que mi padre admiraba en la riqueza de Gustavo era menos la 
sustancia que su aplicación. Gustavo sabía cuándo dejar de trabajar, reunirse 
con amigos y comer sólo el corazón de la sandía.




Lo que aprendí de Gustavo es que ser rico es un estado de ánimo. Algunos de 
nosotros, al margen de cuánto dinero tengamos, nunca seremos lo bastante libres 
como para comer sólo el corazón de la sandía. Otros son ricos sin tener más que 
un cheque de sueldo por delante.



Si uno no se toma el tiempo para dejar que los pies cuelguen sobre el muelle y 
disfrutar de los pequeños placeres, su carrera probablemente será abrumadora.



Durante muchos años, me olvidé de esa lección que aprendí de chico en el muelle 
de carga. Estaba demasiado ocupado haciendo todo el dinero que podía. Bueno, la 
volví a aprender.

Tengo tiempo para alegrarme con los éxitos de los demás y para disfrutar del 
día. Ése es el corazón de la sandía. He aprendido a arrojar el resto.


¡Por fin soy rico!


Fin.

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